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El remolino gira y gira, alrededor todo se  convulsiona, en el medio nada sucede. La gota cae sobre el espejo de agua y los  círculos se agrandan alrededor. La araña teje su tela, con paciencia y  pulcritud. Las flores abren su corola en primavera y disponen sus pétalos  alrededor de un centro. Cualquiera que observe la naturaleza puede ver como  todo se organiza alrededor de un círculo. Esa estructura circular que organiza las partes  desde un centro fue denominada “mandala” por Carl Gustav Jung inspirándose en  los diagramas cósmicos del Tibet y la India. El suizo se percató de que los  individuos en situaciones de crisis generan formas mandálicas como una manera  de autocuración, para volver a encontrar el centro, el eje que permitiera  armonizar su propia sique. El arte también es un territorio fértil para los  mandalas que abundan en los momentos históricos de mayor espiritualidad, como  en la Edad Media, basta confirmarlo frente al rosetón o al laberinto de una  catedral gótica, la planta cruciforme de un templo románico o la de un minarete  espiralado musulmán. Poco a poco esta figura va recuperando su protagonismo en  el arte, de mano de artistas que contribuyen al cambio de conciencia que  estamos viviendo. Diana Randazzo es una de ellas. 
La instalación que Diana  presenta está planteada con múltiples formas circulares cotidianas en el siglo  XXI, disquitos plateados de plástico que la tecnología ha vuelto descartable y  que Diana ha intervenido pacientemente con formas pintadas como quien pinta un  ícono bizantino, es decir, en actitud de rezo y meditación. Este gran mandala  instalado en la pared contiene una superficie reflejante que incorpora al  espectador a la estructura circular, como recordándole que él/ella también es  parte de un universo armónico. En otro sector de la instalación otras formas  circulares contienen imágenes tomadas de la naturaleza repetidas cuatro veces  de forma tal que parecen girar sobre un centro, como en una svástica (otro  mandala muy arcaico y universal antes de ser apropiado por los nazis). Este  grupo parece recordarnos que toda la naturaleza, ya sea desde lo macro o lo  microcosmico, está organizada como una forma sagrada. Otro ingrediente de esta  gran instalación es un antiguo texto de la India, el Sutra del Corazón. Se  llama sutra a aquellas enseñanzas de Buda transmitida a sus discípulos, el  “sutra del corazón de la victoriosa sabiduría trascendente” dice –entre otras  cosas- que: “en el vacío no hay forma, ni sensación,  ni percepción, ni impulso, ni consciencia; ni ojo, ni oído, ni nariz, ni  lengua, ni cuerpo, ni mente; ni formas, ni sonidos, ni olores, ni sabores, ni  cosas tangibles, ni objetos de la mente, ni elementos del órgano visual, y así  sucesivamente hasta que llegamos a la ausencia de todo elemento de consciencia  mental”. No es este el lugar para analizar un texto tan complejo y remitimos al  lector interesado a la traducción tibetana de Khenpo Tsewang Dongyal Rinpoche y  los subsiguientes comentarios de Khenchen Sherab Rinpoche (Kairós, 2001), o a  escuchar su recitación en varios idiomas si se busca en youtube. Diana Randazzo toma el aspecto más sensible de este sutra,  su grafía en sánscrito, incomprensible para nuestra cultura, pero no exenta de  una notable belleza caligráfica que refuerza el poder sagrado de la palabra  escrita. La sola presencia de estas letras actúa de manera significativa sobre  los seres sintientes, y subrayamos la palabra “sintiente”, pues es el corazón  el que comprende. No por nada el origen del budismo zen se fundamente sobre un  gesto de Buda cuando se le preguntó como cesa el sufrimiento humano. Él cortó  una flor y con una sonrisa disfrutó de su aroma; sólo uno de sus discípulos  entendió y también sonrió cómplice. El dharma (enseñanza) se puede abrazar con  el corazón alegre y trasciende el lenguaje como los principios racionales. 
El conjunto que presenta nuestra artista nació en  su corazón y apunta directamente al corazón  de todos nosotros. La instalación se llama Dhyäna, palabra sánscrita que refiere al verdadero y  profundo silencio y que se suele traducir como “meditación sin objeto”, como un  retorno al espíritu puro y original del ser humano. Diana muestra y demuestra  con Dhyäna el poder transformador  del arte. Basta de palabras.